El Líder

 

Ya estaba todo listo. Solo Manuel, su asesor más confidente, sabía lo que aquel diciembre caluroso iba a suceder. La noche anterior congregó a toda su tropa, quienes una vez más pusieron en ejercicio sus rutinarias retiradas de sus oficinas, hogares u otras reuniones previamente acordadas. Algunos de ellos deseosos de ser quien convoca, otros aún mantienen sus ideologías latentes, son pasionales y certeros —para consigo mismos– como el psicótico con su delirio. 

Todos ellos quieren tener lo que él, no su genio, sinó su vida, su poder. Sin embargo todos ellos saben que su poder lo lleva a día de hoy a estar como está: en una soledad imperial o tal vez con la imperiosa necesidad de que todo termine de una buena vez. 

La reunión transcurre con anormal informalidad para ser de carácter multitudinario; donde supo haber pilas de hojas, computadoras, cafés fríos sin tomar, ahora hay comida y comensales. "Una última cena" dijo su líder, con una mueca que se torcía bipolarmente en cada extremo de sus comisuras labiales. 

Las demoras no le agradan, o quizás lo que no le agrada sean las visitas; la comida tarda en salir, por lo que elige por primera vez en cuatro años acercarse a la cocina. Al cruzar, se encuentra con una fila de mozos, uno detrás del otro como los pingüinos en los documentales de naturaleza, llevando platos en alza sobre sus manos derechas de forma idéntica y sincrónica. Claro, lo que no estaba coreografeado era su presencia frente a la puerta doble, por lo que el primero de ellos choca su brazo en alza contra el pecho del líder, derramando unos pequeños dips de salsa de tomate sobre la impoluta chaqueta del mozo. Una vez recompuesto, el mandatario dispone sus disculpas y toma asiento, aunque no parece lamentarlo. 

Comieron bife con papas noisette. El menú lo elige siempre él. Exceptuando la bebida, que por un acuerdo de condiciones y conveniencias, ha de ser siempre un Cabernet Franc de la cava cuyo dueño financió su victoria. 

Ya casi finalizada la velada decide levantarse, tintinea su copa para atraer la atención de los comensales ahora en sobremesa; estos tuercen amaneradamente sus columnas encorvadas por sus grandes panzas u oficios de escritorio. Se colocan en composé, algunos dispuestos a recibir algo que creen merecer, otros solo lo hacen por devoción institucional. 

"Ninguno de ustedes podrá decir ahora que no ha comido conmigo, que no lo he alojado en mí despacho, en mí mesa donde almorcé cada día de estos últimos años, ninguno podrá decir que no ha obtenido jamás algo de mí". Para sorpresa de muchos, el discurso fue corto y jocoso, siempre se esperan de él tecnicismos y que las palabras se le atraganten al querer ir más rápido que su capacidad de comunicar. 

Es el día. Aquello que alguna vez comenzó, hoy ha de claudicar. Manuel, su asesor, pululó alrededor de su oficina, nervioso de saberse único conocedor del plan no dudó en preguntarle si estaba seguro de querer hacerlo. Fue determinante, con un "sí" a secas. El clima se detiene en el recinto, espacio y tiempo conviven con la certeza de saberse finitos en esta ocasión. Lo hace porque tiene en claro que nadie puede saber lo que pasó este último tiempo, no lo comprenderían. Nadie excepto Manuel, que cargará toda su vida con este día. Aunque tampoco es un santo, pero sí devoto de su devoción a él. Por lo que fue inmediato su accionar cuando dos meses atrás le contó lo que tenía planeado: esa tarde no fue citado, sino buscado, él vino hasta su despacho. Lo cual lo hizo sentir merecedor de su visita, regocijó su alma que su secretaria le comunicara que él estaba por entrar. Tanto así que cuando lo recuerda sus intestinos vuelven a retorcerse. Pasó y se sentó, fue directo y conciso. Dejó una lista de itinerarios para la transición y otra lista con ítems a conseguir. No pudo negar la idea de que lo solicitado le resultaba extraño, sin embargo, se limitó a cumplir. Lo más difícil de todo es conseguir quien sepa colocarlo sin anticipar el final erróneamente. En realidad, lo más difícil es que nadie se haya enterado. Hasta día de hoy le parece increíble su cauteloso e imperceptible accionar. Realmente habían confiado en él y solo en él, lo que le llenaba de orgullo. 

El ingeniero preparó todo diez horas antes para luego pasar y colocarlo, era un experto, había hecho trabajos de seguridad nacional de forma encubierta por lo que su operación era sutil y ágil como la de un cirujano añoso. Una vez realizada la tarea, pasó por la oficina de Manuel a cobrarse. 

El mandatario se veía pulcro, como aquel día de asunción, todo fue cuidado al detalle, incluso los kilos aumentados en este último tramo, dietas calóricas que permitan esconder bien el chaleco debajo de su saco. Saludaría a la próxima ocupante del cargo y allí mismo haría su característica seña con las manos indicandole a Manuel que podría proseguir, quería volverse un símbolo contra la corrupción y los atropellos políticos, él sabía bien lo que le esperaba del otro lado. Tenía la certeza de que así y solo así lograría inmortalizar la cultura que encabezó, un movimiento del que volverse mártir. Soñaba siempre ser el Sargento Cabral salvando a San Martín, solo que su ambición era de salvar a la patria y con ello a los hombres que la habitan dignamente, según él. 

Salió de su oficina y se dirigió directamente dónde el acto tendría lugar. Atravesó pasillos, saludó a conocidos y desconocidos, empleados y empleadores, amigos y compañeros –aunque el único digno de su amistad había sido Manuel desde siempre–, caminó evitando todo contacto físico con gente, siguió las indicaciones del ingeniero: no tocar a nadie, no sudar, no hacer movimientos bruscos y sobretodo, no caerse. 

Antes de entrar decidió romper —según él por primera vez en cuatro años— el protocolo y pasar a visitar una última vez a su amigo y confidente. Se detuvo un instante a observar con atención al puerta de su despacho, para su sorpresa ya habían modificado el cartel, el nombre de su amigo había sido reemplazado por el de una mujer. Dispuesto a golpear y corroborar quien sería su sucesor, se abalanza sobre la puerta, al mismo tiempo que de esta se asoma violentamente Manuel, golpeándola y llevándose consigo al mandatario aún vigente. Las indicaciones habían sido claras, cualquier golpe o caída provocaria la inminente acción del sistema creado por aquel ingeniero. 

Tal fue así que la puerta retráctil hizo las veces de escudo para Manuel, protegiéndolo de la explosión no sin dejar quemaduras y esquirlas de madera sobre su rostro y torso. Las respectivas pericias sobre lo que resta del mandatario dieron a Manuel como magnicida por llevar el control que accionaria el sistema, a la vez que sus crimenes se agravaron aún más por los restos de cocaína hallados en sus fosas nasales y encías. La cantidad final de víctimas se redujo a la sola persona del líder. Que en su carácter democrático terminó por oficiar una última acción hacía quienes pretendían de él en aquella cena, ahora sí puede decirse que todos se llevaron algo de aquel hombre fragmentado. 

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