La Casa (Cuento)

 La Casa


La casa estuvo siempre ahí, nomás no la habían notado, eran muy chicos para notarla y cuando aún se transita la pura infancia se suele pasar por inadvertido los tonos lúgubres de la vida. Pero la casa siempre estuvo ahí, sobre Rosas en Rafael Castillo, La Matanza. 

Martín y sus amigos se criaron en el barrio y jamás han salido de él, más que aquella única vez cuando algunos pudieron irse a la costa de vacaciones, cuando el país aún caminaba sobre las llamadas vías del desarrollo y no del estancamiento, pero eso fue hace cuatro años ya; ahora las vacaciones se reducían al simple (pero placentero) alivio de finalizar el colegio, aunque esto no sea necesariamente algo malo, los chicos al ser medio infantiles aún, lograban disuadir a la pobreza y el aburrimiento con el juego. Pero esa imaginación y esa euforia se va desvaneciendo sobre el tiempo y los primeros pelos en el sobaco. El primer retazo de niñez perdido fue aquella vez: cuando Manu había traído las revistas porno del padre y los muchachos se subían unos arriba de otros para lograr ver su primera teta. Desde ese momento algo cambió sustancialmente, tanto así que parecía imposible de creer que sus cabezas voltearan coordinada e indiscretamente cada vez que un culo pasara por la vereda, no una persona, ellos veían un culo. Los veranos ahora eran una secuencia interminable de días monótonos, de culos y de amigos; por la mañana generalmente se cruzaban por la cuadra yendo a hacer algún mandado al almacén, se saludaban eufóricamente chocando las palmas y luego los puños —el beso era para ellos algo de homosexuales, o así les había enseñado el hermano de Lucas— como si no se vieran hace meses, pero no, todos los días eran idénticos. Se saludaban, si era lunes hablaban del partido del domingo y si no, directamente ya pasaban al segundo procedimiento: acordar si esta tarde, al igual que el resto, irían a jugar o no a la pelota en la calle. Inalterablemente así era, a las tres de la tarde ya estaba Martín ahí, con el calor espeso que se podía ver detenidamente flotar sobre el aire como el gas de la cocina, hirviendo el asfalto y obligando a los gatos a echarse bajo los autos en la sombra. Pero ellos estaban ahí, Martín que recién había almorzado y todavía sentía el menudo de pollo subírsele como por un tubo en la garganta, palpando un gusto a vomito en su lengua que volvía a tragar; esa tarde estrenaba los botines flúor que le habían regalado para navidad, hechos de un plástico que parecía en cualquier momento iba a comenzar a derretirse sobre sus pies, encarnándose en ellos para siempre. De a poco llegaba el resto: el primero fue Juan, que vive justo donde el partido tiene lugar, en frente de la casa. Por la esquina doblaban y se les veía venir a Manu y Lucas, comiendo un alfajor de chocolate a medias, y como este se les impregnaba en los dedos con un color petróleo que no tardaron en chupar. Luego vinieron unos cuantos más. Los últimos dos fueron Pato y Nelson, un paraguayo que es nuevo en el barrio y que juega horrible pero te las corre a todas. Ambos arribaron con una tranquilidad fastidiosa, ya era tarde para la hora acordada y los demás no dudaron un segundo en darles un diccionario de puteadas: quince minutos tarde llegaron, forros de mierda, les dijo Martín que había sido el primero y ya empezaba a calentársele la nuca con el sol. El partido duró una hora y algo más, terminó cuando un auto pisó el cascote que hacía de uno de los arcos y ya no tenían ganas de ir a buscar otro al descampado. Hacía demasiado calor aquella tarde, treinta grados en Buenos Aires es mucho. Se sentaron. Uno al lado del otro, pegados, demasiado para aquel infierno bajo el que estaban. Sudorosos, con un olor a chivo que se volvía espeso como el aire caliente, era como respirar el aliento de un perro. El olor y sus remeras de fútbol era amenazante para quien esté cerca, menos para ellos, a esa edad el olfato les  ignora. Compraron una Manaos, para la Coca no les alcanzaba ni en pedo, no juntaban ni cinco pesos cada uno y eran diez. La tomaron como si bebieran de un oasis en el desierto, hasta los últimos sorbos que tenían un claro rastro de baba en el fondo, pero eso no importaba. El verano era perfecto hasta ese momento, cuando a eso de las seis ya no había que hacer, quedaban mudos porque ya se había hablado de todo partido que tuvo lugar el fin de semana, ya se habían visto cuantos culos pasaran y ojeado revistas del padre de Manuel, la tele no podían ver porque a esa hora estaba la novela y las madres los sacaban cagando si hacían mucho ruido, así que de a poco se iban retirando: unos sin hacer ruido se paraban, hacían un gesto y se iban, otros balbuceaban un motivo pero se iban igual, a uno lo llamó la madre a los gritos desde la puerta de la casa para que se vaya a bañar de inmediato, y a otro lo mandaron a buscar por medio de un hermanito más chico qué haciendo de heraldo, dijo: dice mamá que si no vas ya mismo, te viene a buscar ella de los pelos. Entonces se iba, con la cabeza a gachas y el paso apurado, entre alguna cargada del estilo “anda puto, mándale un beso a tu hermana”. Quedaron solamente cinco de diez: Martín con los botines que le brillaban en la prematura noche que iba cubriendo el cielo de La Matanza, Manuel que rompía las bolas con hacer algo y se paraba para volverse a sentar todo el tiempo, después estaba Juan que como vivía justo ahí se quedaba, pero en silencio, y por último Pato con el Paraguayo que discutían de un partido viejo. Los cinco sentados ahora, de frente a la casa, el silencio se había apoderado del día —o la noche— y todos coincidieron sus miradas hacia el mismo punto: la casa. Ninguno la había visto jamás, no al menos con detenimiento como ahora. Martín rompió con el silencio, su voz sonó como un estruendo entre tanta paz, dándoles un pequeño escalofrío al resto. Le preguntó a Juan que vive ahí, si sabe de quién es la casa. Le negó con la cabeza. Manuel precisó: es de Mario, o era, ya se habrá muerto el viejo, estaba loco. Inmediatamente, Pato agregó que una vez pasó y miró hacia dentro, que estaba lleno de basura o eso creía por el olor, un olor a mierda que no se puede estar. Manuel volvió a replicar asintiendo con gestos, y agregando luego: y sí, si todos lo veían, todos los días llegaba andando por el medio de la calle con un carro de supermercado, repleto de basura hasta el tope, entraba a su casa y cuando salía la mugre ya no estaba, debe estar lleno de ratas. Para ese momento Martín y Pato ya se habían levantado del suelo, sacudiéndose el polvo del short y despegándose el bóxer del culo con la otra mano. Caminaron hacia enfrente, hacia la casa, hacia lo de Mario, sin decir una sola palabra, parecían flotar en la nada aquella tarde-noche de enero. Los demás se miraron unos a otros, y tras un acuerdo silencioso hicieron lo mismo. Guarda a ver si hay un bicho, dijo Juan que era medio cagón para todo. La calle Rojas ya estaba vacía, desolada, inhóspita y con un aire hostil para esa hora. A lo lejos se alcanzaban a ver las tenues luces del almacén de Pepe, el abuelo de Lucas, que ya no estaba, que se había ido bajo la amenaza de perder sus pelos a manos de su mamá. El calor bajó un poco pero el espesor del aire todavía se sentía, parecía meterse por los poros y engrasar los rostros que reverberaban como si se hubiesen frotado las pieles con grasa de algún animal. La casa era angosta, pero interminable a la vista con aquel pasillo al estilo villa. El olor se intensificaba de a poco, corrompía las narices arrugándolas y provocando una tos obligada, sin embargo se acostumbraron. La reja era naranja del óxido, con partes descascaradas y carcomidas de la pudrición. Al fondo del extenso pasillo se lograba ver una puerta que daba al terreno del viejo, de madera, despintada y nunca barnizada, con un corte impreciso que la dejaba levitando unos centímetros del suelo, dando una vista ciega a la negrura del interior. Pasó Mirta, una vieja de la otra cuadra, los cinco se hicieron los boludos de una forma exagerada y poco creíble. Juan hasta se ofreció a ayudarla con las bolsas que la vieja cargaba toda encorvada, pero no se la aceptó, todo una excusa del cagazo que tenía, cualquier cosa menos estar ahí le sentaba mejor. Se fue Mirta al fin. Vuelta a husmear, solo con los ojos. Hasta qué Manu dijo de meterse a ver. Nelson dudó, mira si está el dueño, dijo. Hace mil años no vive nadie acá, o no escuchaste a Manu antes, contestó Martín que enseguida le pidió al gordo que le hiciera piecito para saltar la reja. El primero adentro, después siguió Pato que aterrizó con las manos, Nelson le siguió, bajando cuál mono la palmera, y último el gordo Manuel que casi se ensarta la punta de la reja en la panza. Juan no quiso, se quedó prometiendo que haría de campana por si alguien pasaba, total él vivía enfrente. Un tanto peligroso, La Matanza, de noche, en una calle vacía y con cara de boludo, una ofrenda para ladrones. La puerta de madera estaba floja, apoyada nomás contra una bisagra de poca confianza, como era de esperarse. Entraron de a uno, el pasillo era angosto, tampoco abundaba el ansia de  transitar por la noche una casa abandonada. De a poco iba ensanchándose, dando lugar a un terreno baldío de vida y repleto de mugre; basura por doquier: bolsas desgarradas por el tiempo que dejaban caer al suelo pañales cagados, latas de cerveza que se habían juntado con el agua de lluvia y emanaban lo que ellos creyeron sería el olor que ha de sentirse en la morgue. El pasto era alto, picaba las piernas porque todavía estaban con el short de fútbol, entre medio de la calma —y ahora tétrica— noche se oían las chicharras hacer escándalo, como si alertaran su presencia. Caminaban con el paso precavido, quizá más que nunca en sus vidas, sentían el escalofrío recorrer sus espaldas húmedas de transpiración, cualquier ruido los hacía voltearse estrepitosamente como cuando miraban culos en la vereda, pero ahora la excitación era lejana; un terror omnipresente los acechaba. La casa donde el viejo vivía era diminuta, difícil de creer que alguien pudiera caber ahí, no le dieron importancia, no quisieron acercarse más, ya habían llegado muy lejos. En el centro del terreno había un pozo, como esos de las películas donde se tiran monedas y se piden deseos, así lo recordó Martín y bromeó diciendo: vayamos a ver qué hay, capaz si pedís una novia tenes suerte Pato; que no contestó, estaba ya abstraído por el miedo. Se acercaron de todas formas. En el fondo del pozo no se veía nada, a culpa de la noche y de su profundidad. Aparentaba ser verdaderamente eterno, un pasaje a otro mundo, una fosa de cadáveres quizás, pensó Nelson. Pato se acercó callado, tiró una tapa de cerveza a ver cuánto tardaba en caer pero no sonó, algo la detuvo en el suelo. Allá, donde la vida parecía acabarse y reinar otras leyes universales, la del horror, por ejemplo. Eso fue lo último que hicieron. Se fueron, tal como llegaron: haciendo una fila, pasando la puerta de madera, saltando la reja, primero Martín, segundo Nelson, tercero Pato, último Manu. Del otro lado estaba Juan, cumplió con la palabra de quedarse. Preguntó qué había, el resto le dijo que nada: un pozo y la casa abandonada y mugre, mucha mugre. Cada uno se marchó a su casa, al otro día volvería a repetirse la secuencia: saludarse con el puño, acordar horario de partido, jugar, sentarse, mirar culos, aburrirse, irse. Todo eso ocurrió, el partido se repitió: mismo lugar, misma hora. Eran nueve, faltaba el Paragua, nadie lo vió. Jugaron cuatro contra cinco, los que mejores eran lo hicieron sin arquero, así era más justo. Al otro día se repitió el partido: mismo lugar, misma hora. Eran ocho, faltaban Nelson y Pato, que siempre venían juntos, ninguno los vió. Jugaron cuatro contra cuatro, con arquero-volante cada equipo. Al otro día se repitió el partido: mismo lugar, misma hora. Eran siete, faltaban Nelson, Pato y Manu, ninguno los vió. Seguro estaban castigados por volver tarde la otra noche, no importa. Jugaron cuatro contra tres, sin ganas porque era un embole angustiante, y los que eran mayoría ganaron por afano. Al otro día se repitió el partido: mismo lugar, misma hora, o eso debería haber ocurrido pero no. Eran seis, faltaban ahora Nelson, Pato, Manu y Martín, que traía la pelota y no estaba. Se fueron cada uno al rato de estar ahí, ahora con la agenda diaria recortada, aburridos y preocupados. Al otro día volvieron a intentar: nada. Juan, esa noche en su cuarto, la noche de la casa, la noche que se quedó afuera y el resto entró, recordó que su madre no lo había dejado visitar jamás a su abuelo, y eso que vivían enfrente. 

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